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EPÍLOGO: BESTIA

  14:30 - Distrito 13. Tokio, Japón.

  El cielo sobre el Distrito 13 estaba cubierto de nubes grises y pesadas, un manto opresivo que dejaba caer una lluvia fina y fría sobre las ruinas de lo que alguna vez fue la fortaleza de Igarashi. Habían pasado cuatro meses desde la muerte de Aichuu, y el paisaje era un cementerio de escombros y recuerdos, los muros de hormigón reducidos a fragmentos irregulares cubiertos de musgo y sangre seca que la lluvia no podía lavar. El aire estaba cargado de un hedor persistente: ceniza húmeda que se pegaba a la piel, sangre rancia que impregnaba el suelo, y un olor dulzón y podrido que flotaba como un eco de los cuerpos que ya no estaban. El viento silbaba a través de las grietas, un lamento constante que arrastraba el crujido de madera podrida y el goteo de agua que caía de los cables rotos, sus chispas azules apagadas por el tiempo.

  Hitomi Sasaki estaba acuclillada bajo un tejado derrumbado, su figura delgada envuelta en un abrigo gris raído y empapado, la sangre seca marcando su muslo donde una herida antigua aún dolía en días húmedos como este. Su cabello negro estaba pegado a su rostro por la lluvia, y sus ojos brillaban con una mezcla de agotamiento y una chispa de resistencia que no se había apagado. Koji Takamura estaba apoyado contra un fragmento de pared, su brazo fracturado ahora sano pero rígido, cubierto de cicatrices que contaban una historia de lucha. Su hacha quinque yacía a sus pies, mellada y manchada de sangre negra seca, y su rostro curtido estaba surcado por líneas de cansancio mientras miraba al horizonte, su respiración un gru?ido bajo que se mezclaba con el sonido de la lluvia.

  Sekigan estaba a pocos metros, su figura delgada envuelta en una chaqueta rasgada, su ojo gris clavado en el suelo donde una vez habían estado los huesos de Aichuu, ahora llevados por el viento o los carro?eros. Su pecho estaba marcado por un corte profundo que había cicatrizado en una línea irregular, y su bikaku oscilaba tras él, negro y tembloroso, como si aún buscara a su enemiga perdida. Hiroshi yacía junto a él, sentado en el suelo húmedo, su abdomen vendado con tela sucia que goteaba agua y sangre negra diluida, su regeneración lenta manteniéndolo vivo pero débil, su rostro pálido brillando con un sudor frío mientras jadeaba, sus ojos nublados por el dolor y la memoria.

  —No queda mucho —dijo Hitomi, su voz baja y temblorosa mientras apretaba a Seijaku, el tentáculo rinkaku carmesí oscilando débilmente en su mano—. La CCG cayó hace dos meses... Mushtaro tiene Tokio, y dicen que otras ciudades también. Nuestra oposición... éramos veinte al principio. Ahora solo nosotros.

  Koji gru?ó, su mano buena apretando el mango de su hacha mientras la lluvia goteaba por su rostro.

  —Maldito caníbal —espetó, su voz áspera cortando el aire—. Nos arrancó todo... Aichuu, Kage, Kiyoshi... la CCG. Pero no voy a rendirme. No mientras respiras.

  Sekigan giró hacia ellos, su ojo gris brillando con lágrimas contenidas mientras el agua corría por su rostro, mezclándose con la lluvia.

  —Ella lo dio todo —susurró, su voz quebrándose mientras miraba el suelo vacío—. Aichuu... pensó que podía detenerlo. Kage murió peleando... Kiyoshi se sacrificó por nosotros. Y nosotros... nosotros seguimos aquí, escondiéndonos como ratas.

  Hiroshi jadeó, su mano temblando mientras se apoyaba en el suelo, la sangre negra goteando de su abdomen en un rastro débil.

  —No es esconderse —dijo, su voz débil pero firme—. Es sobrevivir... para luchar. Ella no querría que nos rindiéramos... Kage no lo hizo, Kiyoshi tampoco... no después de lo que vieron en él.

  Hitomi ascendió, sus manos temblando mientras sacaba un mapa rasgado de su abrigo, un fragmento de un informe de la CCG que habían encontrado entre los escombros días atrás. Lo desplegó sobre el suelo húmedo, sus dedos temblando sobre las marcas garabateadas mientras la lluvia salpicaba la tinta desvaída.

  —No estamos solos —dijo, su tono temblando con una mezcla de agotamiento y esperanza—. Hay otros... en Osaka, en Sendai... no todos se rindieron. Dicen que Mo sigue vivo, liderando un grupo en las afueras de Yokohama. Y Jikininki... alguien la vio en el norte, vagando sola, comiendo carro?a... aún loca, pero viva.

  Koji alzó la vista, sus ojos grises brillando con un destello de sorpresa mientras miraba el mapa.

  -?Mes? —preguntó, su voz áspera resonando en el silencio—. Ese maldito ghoul... pensé que Mushtaro lo había destrozado con los demás. Y Jikininki... esa psicótica no sabe cuándo rendirse.

  Sekigan respiró hondo, su mano temblando mientras tocaba el suelo donde Aichuu había caído, un gesto que temblaba con el peso de su pérdida.

  —Y el grupo Donyu... Cho, Junko y Nobu —dijo, su voz baja pero firme mientras miraba el mapa—. El informe dice que están en Osaka... formando una resistencia con ghouls y humanos. Si ellos siguen luchando, nosotros también podemos... por Aichuu, por Kiyoshi, por Kage.

  Hiroshi ascendió, su rostro pálido brillando bajo la lluvia mientras se levantaba con esfuerzo, apoyándose en Sekigan.

  —Entonces hay esperanza —susurró, su voz débil pero clara—. Aichuu no murió por nada... Mo, Jikininki, Donyu... Kage y Kiyoshi nos dieron esto. Todos son ecos de lo que ella empezó.

  El grupo se miró en el silencio de la lluvia, sus cuerpos temblando por el frío y las heridas, pero sus espíritus unidos por una chispa frágil que se negaba a apagarse. La oposición contra el régimen de Mushtaro había sido aplastada, la CCG reducida a cenizas, y el mundo que conocía estaba bajo las garras del caníbal y su red global. Pero en ese rincón olvidado del Distrito 13, cuatro sobrevivientes alzaban sus cabezas contra el caos, fortalecidos por los nombres de los que aún resistían: Mo, con su furia implacable; Jikininki, perdida en su locura pero viva; el grupo Donyu, un trío que llevaba la lucha a otro frente; y los ecos de Kiyoshi y Kage, cuya sangre aún resonaba en sus corazones.

  17:45 – Torre central del Distrito 1. Tokio, Japón.

  La torre central del Distrito 1 se alzaba como un monolito negro contra el cielo gris, una estructura de acero y cristal que había sido el corazón de la CCG y ahora era el trono de Mushtaro. La lluvia golpeaba las ventanas altas, un tamborileo constante que resonaba en la sala vacía donde el ghoul estaba sentado, su figura oscura recortada contra el resplandor tenue de la ciudad que se extendía bajo él. El suelo estaba cubierto de sangre seca, negra y roja, un tapiz viscoso que marcaba sus pasos, y el aire olía a muerte, un hedor metálico y dulzón que se alzaba como un perfume grotesco. Su gabardina negra estaba rasgada, colgando como alas rotas sobre sus hombros, y sus manos temblaban mientras sostenía un trozo de carne de un ghoul, arrancado de un cadáver que yacía en un rincón, sus ojos vacíos mirando al vacío.

  Mushtaro masticaba lentamente, el sonido húmedo y nauseabundo resonando en la sala vacía, la sangre roja goteando por su barbilla mientras sus ojos grises brillaban con un destello rojo que parecía más, más débil, más fracturado que antes. Su kakuja estaba retraído, pero las espinas de su armadura aún marcaban su piel, cicatrices negras que serpenteaban por sus brazos y cuello como un recordatorio de su "victoria". Todo había salido como esperaba: la CCG había caído, Tokio estaba bajo su control, y la red global de Mushtaros avanzaba, ciudad tras ciudad, cosechando humanos como ganado y aplastando a los ghouls débiles bajo su dominio. Era el rey de un mundo roto, un dios entre las ruinas.

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  Pero no estaba solo.

  Un destello cruzó su visión, y Mushtaro giró, sus ojos rojos brillando con un terror repentino mientras la figura de Aichuu Ono Tada se alzaba frente a él, translúcida y brillante, una visión que no podía tocar. Su cabello blanco flotaba como un halo, sus ojos rosados ??perforándolo con una furia que lo hizo retroceder, y sus kagunes brotaron, translúcidos con venas rosadas que pulsaban como arterias vivas, ocho tentáculos rinkaku oscilando en el aire, dos colas bikaku girando como látigos grotescos, y su koukaku-armadura envolviéndola en una cáscara brillante que reflejaba la luz de la sala.

  —Crees que ganaste? —dijo Aichuu, su voz un eco que resonó en su mente, cortante como un filo mientras lo miraba—. Me comiste... me destrozaste... pero sigo aquí, Mushtaro. Tu plan es mierda... y tú lo sabes.

  Mushtaro rugió, arrojando el trozo de carne al suelo mientras se levantaba, sus manos temblando mientras su rinkaku brotaba, nueve tentáculos espinosos que cortaron el aire hacia la visión, pero pasaron a través de ella, destrozando una silla en una lluvia de astillas que cayó al suelo.

  —?Cállate! —gritó, su voz quebrándose mientras la sangre goteaba de su boca—. ?Estás muerto! ?Te comí! ?No eres nada!

  Aichuu rió, un sonido bajo y melódico que heló su sangre, y dio un paso hacia él, sus ojos rosados ??brillando con una intensidad que lo aplastó.

  —No soy nada... pero tú tampoco eres todo —dijo, su tono frío y cortante mientras su koukaku-armadura brillaba, las venas rosadas pulsando como un corazón vivo—. Ganaste un trono de sangre... pero estás solo. ?Dónde está tu rojo ahora? ?Dónde está tu poder? Todo lo que tienes soy yo... y te odio.

  Mushtaro retrocedió, su espalda chocando contra la ventana mientras las visiones de Aichuu se multiplicaban, sus figuras translúcidas rodeándolo, sus tentáculos rinkaku cortando el aire a su alrededor, sus colas bikaku girando en arcos que destrozaban el suelo bajo sus pies. Cada una lo miraba con esos ojos rosados, un coro de furia y desprecio que resonaba en su mente, desgarrándolo desde adentro.

  —No, no sabes nada, no entiendes nada—. Dijo mientras perdía la cordura cada vez más. Pero no era solo Aichuu; otras sombras comenzaron a emerger, ecos de los que había aplastado en su ascenso.

  Una figura delgada y fracturada se alzó a su derecha, Jikininki, su rostro pálido y roto por la locura, sus ojos rojos brillando con un hambre vacío mientras lo miraba, su voz un susurro psicótico que cortó el aire: Mushtaro giró, su espada koukaku cortando hacia la visión, pero pasó a través de ella, destrozando un panel de cristal que cayó en una lluvia de fragmentos.

  A su izquierda, Mo apareció, su figura fornida envuelta en una capa rasgada, sus ojos verdes brillando con una furia silenciosa mientras lo se?alaba, su voz un gru?ido grave que resonó en la sala: Mushtaro rugió, sus tentáculos rinkaku cortando el aire hacia él, pero la visión se desvaneció, dejando solo el eco de su gru?ido profundo.

  Desde las sombras, emergió el grupo Donyu: Cho, con su rinkaku oscilando como un torbellino de púas; Junko, su bikaku dentado brillando con sangre seca; y Nobu, su ukaku disparando proyectiles invisibles que silbaban en su mente. Sus voces se unieron en un coro que lo aplastó:

  Y entonces, dos figuras más se alzaron tras Aichuu: Kiyoshi, su rostro pálido y ensangrentado, sus ojos rojos brillando con una tristeza silenciosa mientras susurraba: Y Kage, su figura fornida cubierta de sangre roja, su prótesis koukaku brillando mientras gru?ía:

  -?No! —rugió Mushtaro, su kakuja brotando en una armadura espinosa que cubrió su cuerpo, las espinas temblando mientras su espada koukaku cortaba el aire, destrozando una mesa en una explosión de madera y sangre seca—. ?Soy el rey! ?Lo controlo todo! ?Ustedes no son nada!

  Pero las visiones no se detuvieron, sus voces resonando como un eco interminable: Mushtaro cayó de rodillas, sus manos ara?ando su rostro mientras la sangre negra goteaba de sus dedos, las espinas de su kakuja agrietándose bajo el peso de su tormento. La victoria que había saboreado al devorar a Aichuu se desmoronaba, un eco amargo que lo perseguía en cada rincón de su mente fracturada, amplificado por los rostros de Jikininki, Mo, Donyu, Kiyoshi y Kage, ecos de un mundo que se negaba a doblegarse por completo.

  19:00 - Distrito 13. Tokio, Japón.

  La lluvia había cesado, dejando el Distrito 13 envuelto en un silencio húmedo y frío, el cielo ahora oscurecido por nubes negras que ocultaban las estrellas. Hitomi, Koji, Sekigan y Hiroshi estaban reunidos bajo el tejado derrumbado, sus figuras temblando mientras el viento cortaba el aire, sus rostros iluminados por el resplandor tenue de una fogata improvisada que crepitaba entre ellos. El mapa rasgado estaba extendido frente a ellos, las marcas garabateadas brillando bajo la luz del fuego, un testamento de los que aún luchaban en la distancia.

  —No estamos solos —dijo Hitomi, su voz temblando con una mezcla de agotamiento y esperanza mientras se?alaba el mapa—. Mo en Yokohama... Jikininki en el norte... Cho, Junko y Nobu en Osaka. Hay otros... no todos se rindieron. Kiyoshi nos dio tiempo... Kage nos dio fuerza. Ellos siguen con nosotros.

  Koji ascendió, su mano buena apretando su hacha mientras miraba el fuego, las llamas reflejándose en sus ojos grises.

  —Entonces iremos —dijo, su tono áspero pero firme—. Mo es un maldito tanque... si él sigue vivo, hay una oportunidad. Y Jikininki... esa loca aún respira. Donyu... esos tres son duros como el acero. Kage peleó hasta el final... Kiyoshi se sacrificó por nosotros. No podemos quedarnos aquí... no después de todo. Mushtaro nos arrancó mucho... pero no todo.

  Sekigan giró hacia ellos, su ojo gris brillando con una resolución silenciosa mientras acariciaba el suelo donde Aichuu había caído, un gesto que temblaba con el peso de su pérdida.

  —Ella querría esto —susurró, su voz quebrándose mientras las lágrimas goteaban por su rostro—. Que seguiríamos... que lucharemos. Por ella... por Mo... por Jikininki... por Donyu... por Kiyoshi... por Kage... por todos.

  Hiroshi jadeó, su mano temblando mientras se levantaba, apoyándose en Sekigan, su rostro pálido brillando con un sudor frío pero sus ojos nublados ardiendo con una chispa renovada.

  —Entonces lucharemos —dijo, su voz débil pero clara—. Hasta el final... por Aichuu... por Kage... por Kiyoshi... por los que quedan.

  El grupo se levantó, sus cuerpos temblando por el frío y las heridas, pero sus espíritus unidos por un propósito que cortaba la oscuridad. El régimen de Mushtaro se alzaba como una sombra sobre el mundo, un caos de sangre y hambre que había aplastado todo lo que conocían. Pero en ese rincón olvidado del Distrito 13, cuatro sobrevivientes alzaban sus cabezas contra la tormenta, fortalecidos por los nombres que resonaban en el mapa: Mo, con su furia implacable; Jikininki, perdida en su locura pero viva; el grupo Donyu, un trío que llevaba la lucha a otro frente; y los ecos de Kiyoshi y Kage, cuya sangre aún ardía en sus corazones como un grito de resistencia.

  En la torre del Distrito 1, Mushtaro yacía solo, su cuerpo temblando mientras las visiones de Aichuu lo rodeaban, sus ojos rosados ??perforándolo desde las sombras, acompa?ados por los rostros de Jikininki, Mo, Donyu, Kiyoshi y Kage, un tormento que lo perseguiría hasta el fin. Su victoria era un eco vacío, un poder que no podía controlar, y en la soledad de su trono, el caníbal se desmoronaba, atrapado en un caos interno que lo consumía mientras el mundo que había conquistado temblaba bajo su propia fragilidad, amenazado por los ecos de los que aún luchaban en la distancia. Convirtiéndolo en una .

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