-?Alex! ?Alex! —Otra vez ese grito desesperado de una voz femenina que no conozco. Otra vez el mismo escenario aterrador. La tierra negra y chamuscada en este campo de batalla infinito. El cielo oscurecido por las espesas nubes de humo, y el viento huracanado que forma remolinos de furia a mi alrededor. Me encuentro caminando solo, entre los cientos de cuerpos de soldados mutilados que yacen esparcidos por los alrededores. Yo mismo cargo una pesada armadura que rechina con cada paso que doy. Y ese llamado… una y otra vez ese grito de auxilio. Pero no hay se?ales de vida en millas a la redonda, estoy solo.
?De dónde vendrá esa voz? ?A quién pertenece? Me pregunto mil veces. Otra vez ese sue?o. ?Qué significa? ?Será que algún día dejaré de tener esa horrible pesadilla?
La he sufrido desde que tengo memoria, y aún no encuentro un significado. Tantas preguntas, y tan pocas respuestas.
Al menos hoy no me desperté de un salto, será que me estoy acostumbrando. En fin, por ahora, me conformé con empezar el día.
El sol brilla radiante, y no alcanzo a ver ni una nube en el cielo desde el ángulo que me permite mi ventana. Una típica ma?ana de verano en la aldea de Lago Viejo. Solo han pasado quince días desde la última águila blanca. Cada vez que una de esas majestuosas aves gigantes aparece en el cielo, anuncia la llegada de un nuevo a?o y el comienzo del verano.
Alcanzo a escuchar a mi padre abriendo el portón de su peque?o taller de carpintería junto a la casa, está a punto de ponerse a trabajar, y se supone que yo debería estar ahí. Otra vez voy a llegar tarde.
Por otro lado, mi hermana menor, Meggy, ya está en el chiquero jugando y perdiendo el tiempo con los cerdos, más que alimentándolos como debería.
Y yo, tendría que levantarme y ponerme en marcha hacia el taller, pero como de costumbre, necesito unos momentos para aclarar mi mente después de esa horrible pesadilla.
Me levanto de un salto, y me pongo la ropa del día anterior. Atravieso mi habitación hasta salir al pasillo que conduce a la cocina. Sobre la mesa, hay un recipiente lleno de manzanas recién cosechadas, una tarea que suelo realiza junto a mi hermana en las ma?anas. Es claro que otra vez le fallé.
Tomo una impulsada por el hambre, la más roja y jugosa que puedo encontrar. Luego salgo por la puerta del frente.
Meggy me saluda moviendo su mano de manera eufórica, como siempre, y con una sonrisa pronunciada. No puedo creer que ya tenga ocho a?os, me parece que fue ayer cuando la sostuve por primera vez entre mis brazos, y ahora, no hay quién la detenga. Siempre correteando de aquí para allá, con su larga cabellera casta?a bailando al viento, y la luz del sol reflejándose como en el agua en sus diminutos ojos verdes.
Le contesto el saludo con un suave movimiento de cabeza, mientras le doy una gran mordida a la manzana.
Luego de caminar unos pasos por el sendero, me encontré con el rústico taller. Mi padre ya se puso a reparar la silla de jardín de la se?ora Molle, la due?a de la granja vecina. Una viuda de cincuenta y tantos, tan corpulenta como entrometida. Ya van tres veces en menos de cinco días que le trae la misma silla. ?Cómo se las arregla para romperla?
Se podría decir, que Sean Aarden es el mejor carpintero de todo Lago Viejo, si no fuera porque es el único carpintero de todo Lago Viejo.
—Buen día, padre —lo saludo, mientras me dirijo a la mesa del fondo sin mirarlo.
—Buen día, Alex —me contesta, sin hacer mención alguna a mi tardanza, y levantando una de sus gruesas manos sin apartar la vista de su trabajo.
Coloco la media manzana que me queda en el borde de la mesa, y me propongo a terminar el estante para la cocina.
Luego de algún tiempo de arduo trabajo en completo silencio, mi padre se decide a romperlo.
— ?Puedes creer que otra vez tengas que reparar esta condenada silla? —me dice medio enojado—. Esta pata la he reemplazado más veces de las que soportaba, ya no sé cómo seguir arreglándola. —Sus palabras llegan hasta mis oídos, pero mi mente sigue atormentada pensando en ese maldito sue?o—. Alex, hijo ?Me estás escuchando? —me pregunta, poniendo su pesada mano en mi hombro.
—Sí padre, lo siento. Estaba algo distraído… Parece que la rompiera a propósito solo para venir a verte —le digo a modo de broma para evitar que se dé cuenta. Pero es una persona difícil de enga?ar.
—Te noto algo preocupado, hijo. Otra vez esa pesadilla… ?Verdad? —Asiento con la cabeza—. Estás teniendo esas pesadillas muy a menudo últimamente, Alex. ?Seguro estás bien? —insta.
—Sí, no te preocupes, estará bien —le respondo, mientras empiezo a moverme de manera descoordinada buscando las herramientas para seguir trabajando.
Noto como él, vuelve a sentarse y continúa con su trabajo, pero con una gran expresión de preocupación en su rostro. Sin duda sabe que esas pesadillas me afectan, y eso lo pone mal. Sé que no va a decírmelo, nunca fue muy bueno expresando lo que siente, es muy reservado en ese aspecto. Como cuando murió mi madre al dar a luz a Meggy, se pasaron días enteros llorando en silencio. Pero de alguna forma logró salir adelante, siempre con la frente en alto, algo que debió aprender en sus días como miembro del cuerpo de caballeros de Lago Viejo. él solía decirme, que el entrenamiento militar siempre se basó en formar a los hombres para hacerlos duros de cuerpo y mente, algo que lo define bien a él, ya que es alguien de carácter fuerte que inspira respeto.
— ?Y? ?Cómo va el nuevo estante? —Rompe nuevamente el silencio.
—Tengo que confesarte que me está costando más de lo esperado. Pero debería poder terminarlo para la tarde. —Ni bien termino de pronunciar esas palabras, una gran sombra llama mi atención desde la entrada del taller.
La mismísima viuda Molle aparece en la puerta, esperando a que alguno de los dos se fije en su presencia. Con su cabello negro como la noche todo despeinado, implicando que acaba de levantarse. Viste una camisola de lino blanca larga y harapienta, por la que se le alcanzan a ver trozos indescriptiblemente horribles de piel arrugada.
—Buen día, Sean —dice, con una voz ronca y pesada. Sus regordetas mejillas se arrugan y estiran al mismo tiempo, para formar una especie de sonrisa macabra.
—Buen día, Molle —le contesta mi padre, mientras continúa trabajando sin apartar la vista de la silla, pues tan solo con escuchar su gruesa voz como la de un hombre, se da cuenta de quién se trata.
—Veo que aún no ha terminado de arreglarla —comenta algo frustrada.
—Lo siento, Molle —Sigue sin mirarla—. Recién me pongo a repararla, y no creo poder terminar sino hasta entrada la noche. Así que, me temo que tendrás que venir ma?ana por ella.
—?Vaya, una lástima! —dice ella, con una mueca de frustración que le arruga toda la frente—. Esperaba poder usarla más tarde.
—Además —la interrumpe—. Se me han terminado los suministros que necesito para fabricar las clavijas y así poder reemplazar la pata… deberá ir al mercado a conseguir más.
—Iré yo —irrumpo de repente. Mi padre abre los ojos como dos enormes monedas.
—?Seguro? —me pregunto, sorprendida.
—Sí, me servirá para despejarme.
—De acuerdo, pero no te distraigas demasiado —dice, y deposita sus herramientas en el suelo, junto a la silla estropeada por la viuda.
—Tranquilo, volveré antes de que te des cuenta.
—Muy bien, Sean —dice Molle—. Vendré ma?ana por la silla, si es que terminas de arreglarla. —Y antes de que pueda levantar la vista, da media vuelta y se va, sin darnos oportunidad alguna de saludarla.
—Bueno, debería ponerme en marcha.
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—?Espera un momento! —me frena—. Ya que vas al mercado, llévate a Crhisty con el herrero y haz que le cambie las herraduras. Ayer noté como cojeaba de una pata, y no quiero que se lastime.
—De acuerdo —asiento.
—Toma, necesitarás unas monedas extra —me dice, al mismo tiempo que mete su mano derecha en el bolsillo de su pantalón, y extrae una peque?a bolsita de cuero repleta de monedas de plata, cerrada con un delicado cordón del mismo material.
Agarro la bolsa con firmeza y la guarda en mi bolsillo. Luego salgo del taller sin decir otra palabra, y camino por el sendero de piedra que conduce al establecimiento. Veo a Meggy correteando y asustando a las gallinas, algo que mi padre le prohibió que hiciera, ya que, si las altera demasiado, no pondrán ni un solo huevo.
—?Meggy, deja eso! —le grito, a lo que ella contesta ense?ándome la lengua. Yo le devuelvo una mueca de burla.
Luego de unos pasos me encuentro frente al establo. Abro el portón con cierta dificultad. Las bisagras están más oxidadas que de costumbre. Mi padre prometió cambiarlas hace tiempo, pero sé que lo hará cuando las puertas se le caigan encima.
Camino hasta la pared del fondo donde están las sillas de montar. Tomo una, y vuelvo hasta donde se encuentra Zaphiro, mi caballo negro. Lo ensillo sin problemas; Parece que siempre estaría esperandome para salir. Lo llevo afuera agarrándolo por las riendas. Lo ato a la rama más baja del gran sauce blanco frente al establo, y vuelvo a buscar a Cristy.
La yegua blanca que algún día pertenecerá a Meggy, se encuentra descansando. Le coloco sus riendas y la llevo hacia afuera. Mientras camina, noto como cojea de una de sus patas traseras.
—Calma, amiga —le digo con una voz suave. Le reviso luego la pesa?a, con cuidado para que no se altere. Noto que la herradura esta descolocada y torcida. Seguro le producirá dolor al caminar. Tendré que llevarla con cuidado ya paso lento.
Siempre me gustó visitar el mercado de Lago Viejo. De ni?o me escapaba de casa todo el tiempo, y me iba a recorrer los callejones y puestos que hay diseminados por toda la aldea. Me pasaba casi todo el día deambulando y explorando. Cuando volvía, mi padre me esperaba siempre con un rega?o.
Luego de una cabalgata incesante por el sendero que conduce a la aldea, custodiado por una larga fila de enormes y verdes álamos, la empalizada que rodea y protege el centro de Lago Viejo se hace presente. Como de costumbre, debo anunciarme con el guardia que vigila la puerta trasera desde la peque?a torre de piedra.
Levanto la vista en dirección a la torre para buscar al guardia, y me encuentro con Valerius Arson, uno de los soldados más veteranos de la aldea. Lleva puesta su típica armadura de cuero con mallas metálicas, y sostiene su gran arco de madera de fresno. Su blanca cabellera, brilla a la luz del sol de la ma?ana.
El saludo me agita la mano.
—?Vaya, vaya! Pero si es el peque?o Alex —me dice mirándome desde las alturas.
Mi padre me habló algunas veces del viejo Valerius. Me dijo que es tan honorable como valeroso, y due?o de una gran sabiduría. Sin duda uno de los mejores soldados de Lago Viejo, ya pesar de su edad, parece que siempre estaría listo para dar batalla.
— ?Cómo está todo por ahí, se?or? —le pregunto sonriente, cubriéndome del sol con la mano, que amenaza con dejarme ciego.
—Todo bastante tranquilo, muchacho. Dime qué te trae al mercado tan temprano. Ya no tienes edad para escaparte de tu casa y meterte en problemas —dice levantando una ceja.
—Eso forma parte del pasado, se?or. Solo necesito algunos suministros para mi padre, y llevar a la yegua con el herrero. —Se?alo al blanco animal a mi lado.
—De acuerdo, álex. Solo procura que tu espíritu aventurero no me dé problemas. —Le dibujo una enorme sonrisa de aprecio. Valerius lanza un agudo silbido en dirección a los guardias del portón—. ?Holgazanes! Dejen de descansar y abran las puertas —les grita, asomándose por la peque?a ventana de la torre. Unos instantes después, las viejas y un poco oxidadas bisagras, comienzan a crujir a medida que se abre el portón, dejando al descubierto la calle principal, donde se encuentra el gran mercado de Lago Viejo.
Como todas las ma?anas, el mercado se llena de un colorido ajetreo. Los aldeanos van de aquí para allá, comprando y vendiendo, otorgándole a este lugar un cálido toque amigable. Tan solo me resta cabalgar un poco más para llegar hasta la herrería de Eudes Sadler.
El viejo Eudes es el maestro herrero de la aldea. El principal proveedor de armas y armaduras, tanto de los soldados como de los caballeros. Un hombre apacible si se lo trata con la justa cordialidad.
A mitad del camino me encuentro con su taller; el inconfundible cartel de madera colgante así lo se?ala.
“El martillo ligero” , pone en la placa, con letras grandes hechas de hierro, y acompa?ado de la imagen de un yunque con dos espadas cruzadas.
Me acerco y dejo ambos caballos atados en la entrada.
Ya desde afuera, se pueden apreciar la gran variedad de hojas de espadas de todo tipo exhibidas en la pared, listas para colocarles las empu?aduras y ser entregadas.
Veo al viejo Eudes bastante concentrado, trabajando en su estrecho taller que apenas se ilumina con la escasa luz que entra por la peque?a ventana a su lado, en una armadura plateada que brilla con mucha intensidad. Se ve con claridad la imagen de un gran sauce blanco tallado en el centro; el emblema de Lago Viejo.
Su escasa cabellera blanca, se refleja sobre el metal mientras trabaja.
—Buen día, se?or Sadler —le digo con entusiasmo.
—?Ay, álex! Pasa chico, adelante. No te vi entrar —dice con su voz gruesa—. Hacía algún tiempo que no te veía. ?Cómo está Sean?
—Muy bien, se?or. Está trabajando nuevamente en la silla de la viuda Molle.
Eudes larga una carcajada.
—Otra vez esa silla —comenta sin parar de reírse—. Si yo fuera Sean, se la lanzaría por la cabeza a Molle sin dudarlo.
—Ya sabe cómo es mi padre —digo, algo contagiodo de su risa.
—Sí que lo sé. Su paciencia algún día se convertirá en su perdición. De solo pensar en todo lo que tuvo que aguantar contigo, Alex. Las veces que te escapabas de tu casa y te aventurabas solo por la aldea, y yo, que te encontrabas y tenía que llevarte casi de las orejas de vuelta con él. —El herrero, me ense?a a todos sus ennegrecidos dientes con una sonrisa.
—No lo olvido se?or —respondo con respeto, aunque hastiado por escuchar dos veces la misma anécdota por parte de los viejos amigos de mi padre.
—Vamos chico, cuantas veces debo decirte que no me digas se?or. Tendré el cabello cano, pero aún conserva algo de juventud. Dime Eudes.
—Lo siento —me disculpo, mientras desvío mi atención hacia la plateada armadura que descansa sobre la mesa—. ?Que bella pieza! —comentario—. ?Para quién es?
—Para quién cree que puede ser —resopla, con una leve expresión de desprecio dibujada en su rostro—. Para el maldito de Rendel Longridge. Ese cerdo con aires de grandeza que comanda la milicia de la aldea. Si por mí fuera, le agregaría unos cuantos picos de hierro escondidos por dentro. Así el muy desgraciado se apu?ala al colocársela.
—No conozco mucho sobre él —comento, tímido frente a la reacción del herrero.
—Y lo bien que haces, Alex. Los hombres como Rendel solo sirven para deshonrar el juramento sagrado de todo buen soldado. Me orinaré sobre su tumba algún día —agrega, aún más enojado—. Te aconsejo que no le des motivos para que se fije en ti.
Eudes, todavía molesto, levanta la gruesa corazón plateada y la coloca sobre un exhibidor de madera que está a su lado, como si desistiera de seguir sacándole brillo.
—Pero bueno —me dice, mientras se limpia las manos con un pedazo de tela viejo y ennegrecido—. Dime qué puedo hacer por ti.
—Solo necesito que le cambien las herraduras a Crhisty. Tiene una tanto descolocada, y cojea al caminar.
—Muy bien, vamos a ver qué puedo hacer —dice.
Ambos salimos del taller hasta el poste de madera donde dejé amarrada a la yegua.
El herrero, toma con cuidado la pezu?a de Crhisty para inspeccionarla, cuando de pronto, veo a dos guardias caminando y tambaleándose de un lado a otro por la calle.
Noto como ambos sostienen grandes jarras que chorrean cerveza espumosa por los costados, debido al tambaleo que producen al intentar mantenerse rectos. Las vestimentas ordinarias que portan, indican que aún no son soldados. Solo son simples guardias novatos que todavía no completan su entrenamiento. Debería estar acostumbrado a ver un espectáculo como ese en este lugar, pero no puedo evitar sentirme furioso.
Los guardias borrachos caminan torpemente, llevándose por delante todo lo que hay en su camino, y riendo a carcajadas. Uno de ellos, se tropieza y cae de bruces sobre la gran colección de collares y anillos finos del joyero. Varias carcajadas aisladas inundan el aire, incluida la mía. Su compa?ero hace un esfuerzo sobrehumano para levantarlo, mientras los demás aldeanos los observan con ojos llenos de decepción y vergüenza, y ninguno se presta a asistirlos.
La joven hija del joyero intenta recoger todo el desorden que provocaron. Una mujer de rostro alegre y muy hermoso, con el cabello largo hasta la cintura, y negro como sus ojos. Los dos lascivos guardias, se quedan mirándola de arriba abajo, con expresiones lujuriosas en sus rostros sucios. La joven no tarda en incomodarse.
—?Bueno, bueno, bueno! ?Que tenemos aquí! —dice el primer guardia, con las palabras que apenas se le entienden por la gran borrachera que carga encima.
Es un hombre bastante desagradable a la vista. Tiene la cara sucia, dando la impresión de que no se ha lavado en días. Los pocos dientes que le quedan están negros, y tiene una gran cicatriz que le recorre toda la mejilla derecha. El cabello oscuro y grasiento, le cae por ambos lados de la cabeza todo desprolijo.
Se acerca a la joven y comienza a recorrerla lentamente con la mirada.